domingo, 1 de marzo de 2009

Messi: Pequeño gran hombre



La nota que copio a continuación pertenece a Roberto Saviano, el famoso escritor italiano , la comparto porque me encantó.
Y me encantó por varios motivos entre ellos es que el
fútbol me emociona y debo reconocerlo la sola mención de Maradona también.
De cualquier manera las menciones no alcanzan en sí mismas, quiero decir que este escritor sabe como ubicar las palabras y sino vean:


Lo encuentro en los vestuarios del Camp Nou de Barcelona, un estadio enorme, el terce­ro en el mundo. Desde la tribuna, Messi es una manchita, incontro­lable y velocísima. De cerca, es un chico frágil pero sólido, timidísi­mo, habla casi susurrando con ca­dencia argentina, de rostro dulce y terso sin un hilo de barba. Lionel Messi es el campeón de fútbol vivo más menudo. Le dicen "La Pulga". Tiene estatura y cuerpo de chico. En realidad, fue de chico –más o menos a los diez años– cuando Lionel dejó de crecer. Las piernas de los otros se alargaban, también las manos, les cambiaba la voz. A Leo no le pasaba. Algo no andaba bien y los análisis lo confirmaron: la hormona del crecimiento estaba inhibida. Messi padecía una rara forma de enanismo.

Con la hormona del crecimien­to, se bloqueó todo. Y ocultar el problema era imposible. Entre los amigos, en la canchita de fútbol, todos se dan cuenta de que Lionel se quedó: "Hiciera lo que hiciera, o fuera adonde fuera, siempre era el más chico de todos". Dicen jus­tamente eso: "Lionel se quedó". Como si se hubiera detenido en algún lugar. A los once años, con apenas un metro cuarenta, la ca­miseta del Newell's Old Boys, su equipo de Rosario, en Argentina, le sobra de todos lados. Baila en los pantaloncitos enormes; los botines, por más que se ajuste los cordones, un poco los arrastra. Messi es un jugador fenomenal: pero en el cuerpo de un chiquito de ocho años, no de un adolescen­te. Justamente a la edad en que, vislumbrando el futuro, habría que desarrollar un talento, el cre­cimiento primario (el de brazos, tronco y piernas), se frenó.

Para Messi, es el fin de la espe­ranza que alimentaba en sí mismo desde su primerísimo debut en una cancha de fútbol, a los cinco años. Siente que la falta de creci­miento acabó también con cual­quier posibilidad de llegar a ser lo que sueña. Los médicos constatan, no obstante, que su deficiencia puede ser transitoria si se comba­te a tiempo. La única forma en que se puede tratar de intervenir es una terapia a base de la hormona "gh": años y años de bombardeo continuo que le permitan recupe­rar los centímetros necesarios para enfrentar a los colosos del fútbol moderno.
Es un tratamiento muy caro que la familia no puede permitirse: inyecciones de quinientos euros cada una, que deben aplicarse to­dos los días. Jugar a la pelota para poder crecer, crecer para poder ju­gar: a partir de ese momento, ése es el único camino. Lionel no pue­de ni siquiera imaginar un modo de curarse que no tenga en cuenta la pasión de su vida, el fútbol.

Pero esos malditos tratamien­tos no podrá permitírselos a me­nos que un club de cierto nivel lo tome bajo sus alas y se los pague. Y la Argentina está hundiéndose en la devastadora crisis económica de la que huyen en primer lugar las inversiones, luego las personas, cuyos ahorros se volatilizan con el derrumbe de los bonos estatales. Nietos y bisnietos de inmigrantes criados en el bienestar buscan la salvación emigrando a los países de origen de sus antepasados. En esa situación, ninguna empresa argentina, aun intuyendo el talen­to del pequeño Messi, tiene ganas de cargar con los costos de seme­jante apuesta.

Aunque llegara a crecer algu­nos centímetros –tal es el razo­namiento– en el fútbol moderno, ahora, sin un físico imponente, no se es nadie. A La Pulga, una defensa maciza lo aplastará, La Pulga no podrá hacer un gol de cabeza, La Pulga no soportará los esfuerzos anaeróbicos requeridos a los centro-delanteros de hoy. Pe­ro Lionel Messi, de todos modos, sigue jugando en su equipo. Sabe que debe hacerlo como si tuviera diez pies, correr más rápido que un potro, ser imbatible con la pe­lota en el suelo si quiere tener al­guna chance de ser un jugador de verdad, un profesional.

Durante un partido, lo ve un observador. En la vida de los ju­gadores, los observadores son to­do. Cada partido que ganan, cada penal que consideran ejecutado a la perfección, cada muchacho que deciden seguir, cada padre con el que van a hablar, significa trazar un destino. Dibujarlo en líneas generales, abrirle una puerta: pero en el caso de Messi, lo que le ofre­cen, representa mucho más. No sólo le ofrecen la oportunidad de ser jugador de fútbol, sino la po­sibilidad de curarse, de tener por delante una vida normal. Antes de verlo, los observadores que oyen hablar de él, son de todos modos muy escépticos. "Si es muy peque­ño, no tiene esperanza, aunque sea fuerte", piensan. Pero, en cambio, hubo otras voces: "Bastaron cinco minutos para comprender que era un predestinado. En un instante fue evidente hasta qué punto era especial el muchacho". Esto lo afirma Charles Rexach, director deportivo del Barcelona, después de ver a Leo en la cancha. Es tan evidente que Messi tiene en los pies un talento único, algo que va más allá del fútbol propiamente dicho: verlo jugar es como oír una música, como si en un mosaico despegado, cada pieza volviera a su lugar.

Rexach quiere retenerlo ya mismo: "Cualquiera que hubiera estado ahí, lo habría comprado a peso de oro". Y es así como hacen un primer contrato en un pedazo de papel, una servilleta de bar des­plegada. Firman él y el padre de La Pulga. Esa servilleta cambiará la vida de Lionel. El Barcelona cree en ese chico eterno. Decide inver­tir en el tratamiento de la maldita hormona que se bloqueó. Pero pa­ra curarse, Lionel debe trasladarse a España con toda la familia, que junto con él abandona Rosario sin documentos, sin trabajo, confian­do en un contrato garabateado en una servilleta, esperando que den­tro de ese cuerpo infantil pueda es­tar realmente el futuro de todos. A partir de 2000, durante tres años, la empresa le garantiza a Messi la asistencia médica necesaria. Cree que un muchachito dispuesto a jugar al fútbol para salvarse de una vida de infierno tiene el raro combustible que hace llegar a una persona adónde sea.

Pero los tratamientos te resul­tan agotadores. Siempre tenés náuseas, vomitás hasta el alma. Los pelos de la cara no te crecen. Además, sentís que adentro los músculos te estallan, los huesos se te parten. Todo se te alarga, se dilata en pocos meses, un tiempo que debía durar años. "No podía darme el lujo de sentir dolor", di­ce Messi, "no podía permitirme mostrarlo frente a mi nuevo club. Porque a ellos les debía todo". La diferencia entre quien invierte su talento para realizarse y quien por él se juega todo es abismal. El arte pasa a ser tu vida no en el sentido de que totaliza todo, sino que so­lamente tu arte puede seguir ha­ciéndote vivir, garantizándote el futuro. No existe un plan B, alguna alternativa en la cual replegarse.

Después de tres años, final­mente el Barcelona convoca a Lionel Messi y la familia sabe que si no está en condiciones de jugar como se espera, las dificultades para seguir adelante serán insu­perables. En Argentina, los Messi perdieron todo y en España toda­vía no tienen nada. Y Leo, a esa al­tura, recaería sobre sus espaldas. Pero cuando La Pulga juega, toda la angustia se desvanece. Entre­nándose duramente con el apoyo del equipo, Messi consigue crecer no sólo en bravura, sino también en altura, año tras año, centímetro tras centímetro exprimido de los músculos, alargado en los huesos. Cada centímetro adquirido, un sufrimiento. Nadie sabe en reali­dad cuánto medís ahora. Algunos calculan apenas un poco más del metro cincuenta, algunos un poco menos, un sitio habla de un Messi que, al seguir creciendo, llegó al metro sesenta. Las estimaciones oficiales cambian, concediéndo­le cada tanto algún centímetro de más, como si fuese un méri­to, un premio conquistado en la cancha.

Lo cierto es que cuando los dos equipos están formados antes del silbato inicial, el ojo encuadra to­das las cabezas de los jugadores más o menos a la misma altura, mientras que para encontrar la de Messi debe bajar por lo menos al nivel de los hombros de los com­pañeros. Para un deporte donde cuenta cada vez más la potencia y, para un atacante, los casi dos metros de Ibrahimovic y el me­tro ochenta y cinco de Beckham pasaron a ser la norma, Lionel si­gue pareciéndose peligrosamente a una pulga. Como dice Manuel Estiarte, el jugador de water-polo más grande de todos los tiempos: "Es verdad, hay que calcular que las probabilidades de que Mes­si salga derrotado de un choque cuerpo a cuerpo son altas, como es alto el riesgo de que sea totalmente avasallado por los defensores. Pero con una sola condición... primero tienen que poder alcanzarlo".

Y de hecho nadie consigue se­guirlo. El centro de gravedad es bajo, los defensores le obstaculi­zan el paso, pero él no se cae ni se mueve. Sigue corriendo, le­vanta la pelota con el pie, no se detiene, gambetea, salta, esquiva, escapa, tira. Es impredecible. En Barcelona, se burlan diciendo que los astros de la defensa del Real Madrid, Roberto Carlos y Fabio Cannavaro, nunca han podido ver a Lionel Messi de frente porque no consiguen alcanzarlo. Leo es rapidísimo, dispara con sus pies pequeños que parecen manos por como se las ingenia para sostener la pelota, controlar cada uno de sus movimientos. Cuando él tira, los adversarios trastabillan en el estor­bo inútil de sus pies número 45.

En una publicidad donde lo in­vitaron a dibujar su historia con un marcador, es divertido y melancó­lico ver a Messi retratarse como un chiquillo minúsculo entre larguísi­mos bosques de piernas, perdido allí entre pelotas demasiado gran­des que vuelan lejos. Pero cuando tocan tierra, él las agarra, veloz, y pequeño como es consigue pasar entre las piernas de todos y llegar al arco. Cuando hay laterales y los adversarios recuperan el aliento es precisamente el momento en que él sale y los pasa, de tal ma­nera que cuando los goleadores se imaginaban que lo tenían detrás de la espalda, se lo encuentran en cambio ya cinco metros más ade­lante. El gran jugador no es el que hace cometer faltas, sino ése al que nunca se le puede hacer ninguna gambeta.


La belleza misma

Ver a Messi significa observar algo que va más allá del fútbol y coincide con la belleza misma. Algo como un ímpetu, casi un es­tremecimiento de conciencia, una epifanía que permite al individuo que está allí, viéndolo gambetear y jugar con la pelota, dejar de per­cibir una separación entre él y el espectáculo que está presencian­do, confundirse plenamente con lo que ve, al punto de sentirse uno con ese movimiento desigual pe­ro armónico. En esto, las jugadas de Messi son comparables a las sonatas de Arturo Benedetti Mi­chelangeli, a los rostros de Rafael, a la trompeta de Chet Baker, a las fórmulas matemáticas de la teoría de los juegos de John Nash, a todo lo que deja de ser sonido, materia, color, y se convierte en algo que pertenece a todos los elementos, a la vida misma. Ya sin separación, sin distancia. Están ahí, y no se puede vivir sin ellos. Y nunca se ha vivido sin ellos, sólo que cuan­do se descubren por primera vez, cuando por primera vez se los ob­serva al punto de quedar hipnoti­zados, la conmoción es inevitable y uno no puede más que intuirse a sí mismo. Mirarse en lo más pro­fundo.

Escuchar a los cronistas depor­tivos que comentan sus avances bastaría para definir su épica de virtuoso. Durante un encuentro Barcelona-Real Madrid, el cronis­ta, viéndolo asediado por los inten­tos de hacer cobrar una falta dejó de describir la escena y comenzó con un satisfecho: "No se cae, no se cae, no se cae". Durante otro en­frentamiento de los archirrivales históricos, la ola estática "Messi, Messi, Messi, Messi" recibe una "a" adicional que le quedará siem­pre: Messia. Es el otro sobrenom­bre que La Pulga se ganó con la gracia burlona de sus jugadas, con el estupor casi místico que suscita su juego. "El hombre se hizo Dios e invitó a su profeta", así dicen los carteles de un servicio televisivo dedicado a El Mesías y a quien co­mo encarnación divina del fútbol lo precedió: Diego Armando Ma­radona.

Parece imposible, pero cuando Messi juega tiene en mente las jugadas de Maradona, igual que un ajedrecista en un determinado momento de la partida a menudo se inspira en la estrategia de un maestro que se encontró en una situación análoga. La obra maestra que Diego Armando había realiza­do el 22 de junio de 1986 en Méxi­co –el gol votado como el mejor del siglo XX–, Lionel consigue repe­tirla prácticamente idéntica y casi exactamente veinte años después, el 18 de abril de 2007 en Barcelo­na. Justamente, Leo sale a unos sesenta metros del arco, también él elimina en una jugada única a dos centrocampistas, después ace­lera hacia el área de penal, donde uno de los adversarios que había superado trata de derribarlo, pero no lo consigue. Se amontonan al­rededor de Messi tres defensores, y en vez de apuntar al arco, él sale hacia la derecha, saca al arquero y a otro jugador... Y es gol. Después de marcar, se genera una escena increíble en la que los jugadores del Barcelona petrificados, con las manos en la cabeza, miran para to­dos lados como si no creyeran que fuera posible presenciar todavía un gol como ése. Todos pensaban que solamente un hombre era ca­paz de tanto. Pero no fue así.


David contra Goliat

La prensa inventa enseguida "Messidona", pero hay algo en el parecido de los dos campeones argentinos que supera las simili­tudes encontradas y produce un estremecimiento. En un deporte que parece haber dejado atrás la etapa épica, las proezas de Messi se asemejan a la reiteración de un mito, y no de un mito cualquiera, sino del que está más fuertemente en contraste con nuestro tiempo: David contra Goliat. Físicos mi­núsculos, barrios pobres, incapa­cidad de verse distintos de como jugaban en las canchitas, cara siempre igual, bronca siempre igual, como una pereza que se lleva dentro. Teóricamente tenían todo lo necesario para fracasar, to­do lo necesario para perder, todo lo necesario para no gustarle a na­die y para no jugar. Pero las cosas resultaron diferentes.

Messi, cuando Maradona hacía aquel gol en México, todavía no había nacido. Nacerá en 1987. Y la razón por la cual lo seguí a Barce­lona, al punto de querer conocerlo, tiene su origen justamente en eso: haber crecido en Nápoles en el mi­to de Diego Armando Maradona. No olvidaré nunca el partido de los mundiales de 1990; un destino te­rrible llevó a la selección italiana de Azeglio Vicini y Totò Schillaci a jugar la semifinal contra la se­lección argentina de Maradona, justamente en el San Paolo. Cuan­do Schillaci hace el primer gol, el estadio se alegra. Pero se siente que en la cancha algo no funcio­na. Después del gol de Caniggia la hinchada no napolitana –no autóctona– empieza a agarrársela con Maradona, y entonces sucede algo que no ocurrirá nunca más en la historia del fútbol y que nunca había sucedido hasta ese momen­to: la hinchada se vuelca contra su propia selección de fútbol. Los hinchas del sector napolitano em­piezan a gritar: "¡Diego! ¡Diego!" Por otra parte, estaban acostum­brados a hacerlo, ¿cómo culparlos y cómo identificarse con otros? Aunque pudieran querer al equipo nacional propio, en ese momento es Maradona quien representa a la hinchada del San Paolo más que una selección de jugadores prove­nientes de otras ciudades de Italia, de Roma, Milán, Turín.

Maradona había logrado inver­tir la gramática de las hinchadas. Y en Roma se lo hicieron pagar en la final Argentina-Alemania, don­de el público para vengarse de la eliminación de Italia en la semifi­nal y de las defecciones generadas dentro de la hinchada, comienza a silbar el himno nacional. Mara­dona espera que la cámara de TV, al recorrer a sus jugadores, llegue a sus labios, para lanzar un "hijos de puta" a los hinchas que no res­petan ni siquiera el momento del himno. Una final terrible, donde en Nápoles todos hinchaban, ob­viamente, a favor de Argentina. Pero, después el momento del penal absolutamente dudoso des­truye toda esperanza. Alemania claramente en problemas debe, no obstante, ganar y vengar a la Italia vencida. Un penal por una falta contra Rudi Voeller; lo hace Andreas Brehme. Y el comentario del cronista argentino fue: "Sola­mente así, hermano... solamente así podían ganar contra Diego".

Me acuerdo muy bien de esos días. Tenía once años, y es muy difícil que vuelva a ver alguna vez fútbol como ése. Pero algo parece volver, de aquel tiempo. El gol en México contra Inglaterra, el gol repetido por La Pulga veinte años más tarde, marca uno de los mo­mentos inolvidables de mi infan­cia. Me pregunto qué maravilla y qué vértigo sería ver jugar a Mes­si en el San Paolo, él, de quien el propio Maradona dijo: "Ver jugar a Messi es mejor que tener sexo". Y Diego sabe mucho de las dos cosas. "Me gusta Nápoles, quiero ir pronto –dice Lionel–. Estar un poco debe ser lindísimo. Para un argentino es como estar en casa".

El momento más increíble de mi encuentro con Messi es cuando le digo que cuando juega se parece a Maradona – "parece", porque no sé cómo expresar algo repetido mil veces, aunque deba decírsela igual – y me responde: "¿De verdad?", con una sonrisa aún más tímida y contenta. Por lo demás, Lionel Messi aceptó verme no porque sea un escritor o por otra cosa, sino porque le dijeron que vengo de Nápoles. Para él es como para un musulmán nacer en La Meca. Nápoles, para Messi y para mu­chos simpatizantes del Barcelona, es un lugar sagrado del fútbol. Es el lugar de la consagración del ta­lento, la ciudad donde el dios de la pelota jugó sus mejores años, don­de de la nada partió hacia la derro­ta de los grandes equipos, hacia la conquista del mundo.

Lionel parece todo lo contrario de lo que uno espera de un juga­dor: no es seguro de sí mismo, no usa las frases habituales que les aconsejan decir, se pone colorado y se mira los pies o se mordisquea las uñas del índice y del pulgar acercándoselas a los labios cuando no sabe qué decir y está pensan­do. Pero su historia es aún más ex­traordinaria. La historia de Messi es como la leyenda del abejón. Se dice que el abejón no podría volar porque el peso de su cuerpo es des­proporcionado respecto de la fuer­za de sustentación de las alas. Pero el abejón no lo sabe y vuela. Messi, con ese cuerpo flacucho, con esos pies pequeños, esas piernas, el tor­so exiguo y todos sus problemas de crecimiento, no podría jugar en el fútbol moderno, todo músculo, masa y fuerza. Sólo que Messi no lo sabe. Y por eso mismo es el más grande de todos.

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