Nunca encontré una frase mejor para comenzar un relato. Nunca, lo juro por mi madre que se caiga muerta. Y no la escribió Joyce, ni Faulkner, ni Jean Paul Sartre, ni Tennessee Williams, ni el peoltudo de Góngora.
Lo leí en un baño público en una estación de servicio de la ruta. Eso es literatura. Eso es desafiar al lector y comprometerlo. Si el tipo que escribió eso, seguramente mientras cagaba, con un cortaplumas sobre la puerta del baño, hubiera decidido continuar con su relato, ahí me hubiese tenido como lector consecuente. Eso es un escritor. Pum y a la cabeza. Palo y a la bolsa. El tipo no era, por cierto un genuflexo dulzón ni un demagogo. "Puto el que lee esto", y a otra cosa. Si te gusta bien y sino también, a otra cosa mariposa. Hacete cargo y si no, jodete. Hablan de aquel famoso comienzo de Cien años de soledad, la novelita rococó del gran Gabo. "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento..." Mierda. Mierda pura. Esto que yo cuento, que encontré en un baño público, es muy superior y no pertenece seguramente a nadie salido de un taller literario o de un cenáculo de escritores pajeros que se la pasan hablando de Ross Macdonald.
Ojalá se me hubiese ocurrido a mí un comienzo semejante. Ese es el golpe que necesita un lector para quedar inmovilizado. Un buen patadón en los huevos que le quite el aliento y lo paralice. Ahí tenés, escapate ahora, dejá el libro y abandoname si podés.
No me muevo bajo la influencia de consejos de maricones como Joyce o el inútil de Tolstoi. Yo sigo una línea marcada por un grande. Carlos Monzón, el fantástico campeón de los medios livianos. Pumba y a la lona. Paf...el piñazo en medio de la jeta y hombre al suelo. Carlitos lo decía claramente, con esa forma tal clara que tenía para hablar. "Para mí el rival es un tipo que le quiere sacar el pan de la boca a mis hijos".
Y a un hijo de puta que pretenda eso hay que matarlo, estoy de acuerdo.
El lector no es mi amigo. El lector es alguien que le debe comprar el pan a mis hijos leyendo mis libros. Así de simple. Todo lo demás es cartón pintado. Entonces no se puede admitir que alguien comience a leer un libro escrito por uno y lo abandone. O que lo hojee en una librería, lea el comienzo, lo cierre y se vaya como el más perfecto de los cobardes. Allí tiene que quedar atrapado, preso, pegoteado. "Puto el que lee esto" Que sienta un golpe en el pecho y se dé por aludido, si tiene dignidad y algo de virilidad en los cojones.
"Es un golpe bajo", dirá algún crítico amanerado, de ésos que gustan de Graham Greene o Kundera, de los que se masturban con Marguerite Yourcenar, de los que leen París-Review y están suscriptos a Le Monde Diplomatique. ¡sí señor- les contesto, es un golpe bajo! Y voy a pegarles uno, cien, mil golpes bajos, para que me presten atenciónde una vez por todas. Hay millones de libros en los estantes, es increíble la cantidad alucinante de pelotudos que escriben hoy por hoy en el mundo y que se suman a lo ya escrito y escribirán. Y los que han muerto, los cementerios están repletos de literatos. No se contentan con haber saturado sus épocas con sus cuentos, ensayos o novelas, no. Todos aspiran a la posteridad, todos querían la gloria inmortal, todos nos dejaron los millones de libros repulsivos, polvorientos, descuajeringados, rotosos, encuadernados en telas apolilladas, con punteras de cuero, que aún joden y joden en los estantes de las librerías. Nadie decidió, modesto, incinerarse con sus escritos. Decir "me voy rumbo a la quinta del Ñato y me llevo conmigo todo lo que escribí, no los molesto más con mi producción", no. Ahí están los libros de Moliere. de Cervantes, de Mallea, de Corín Tellado, jodiendo, rompiendo las pelotas todavía en la mesa de los saldos...
continuará
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